DESPEDIDA EN ESTA PRIMERA ETAPA DEL PROCESO DE REGRESO DEL TEATRO ALEPH, Y DE OSCAR CASTRO, A CHILE.
"Era el tórrido verano de 1976, y la calma apacible de la media tarde repentinamente fue alterada por el sonido de motores, gritos, órdenes militares, y el sonido metálico que producen los fusiles cuando “se pasa la bala”.
Los tres buses pintados de verde petróleo y con sus ventanillas cerradas por una tupida malla de acero se estacionaron en la berma del camino ripiado; los vehículos que los acompañaban, furgones de Carabineros, tanquetas, jeeps artillados, y un par de camiones militares llenos de soldados portando armamento automático, también se estacionaron en la berma, algunos delante y otros detrás de la fila de buses. Un helicóptero acompañaba a la comitiva sobrevolando el lugar.
Se abrieron las puertas de los buses y de su interior fueron poco a poco descendiendo una larga fila de personas flacas, en su mayoría jóvenes, con rostros macilentos, pobremente vestidos, quienes abrazaban modestas bolsas de papel o atados de ropa donde se adivinaban sus escasas pertenencias.
A medida que salían de los buses eran obligados a pasar por el medio de una doble fila de infantes de marina quienes, armados de fusiles y con gesto adusto, los dirigían hacia un portón tras el cual se iniciaba un sendero de tierra que subía hacia una pequeña loma cercada por una doble alambrada de púas separadas entre sí por un espacio de diez metros de ancho que era conocido como la “zona de muerte” para aquellos que intentaran atravesarlo. Cada cierto trecho, torres de vigilancia de diez metros de altura donde se advertían las siluetas de más infantes de marina con armas automáticas.
Al llegar arriba, eran formados en filas paralelas y mientras eran vigilados por infantes con sus fusiles FAL preparados, sus modestas pertenencias eran cuidadosamente examinadas por personal militar. Cuando este trámite había concluido se les permitía continuar hacia el interior del recinto para reunirse con los cientos de “prisioneros de guerra” que los esperaban; todos ellos “extremistas”, terroristas”, “comunistas”, y “traidores a la Patria”, según el lenguaje oficial. Éstos tenían una apariencia muy similar a los recién llegados y, al frente de ellos, se encontraba este personaje relativamente alto, de nariz aguileña, un mechón de pelo cayéndole sobre la frente, ataviado con un frac que le quedaba holgado, camisa blanca que indudablemente había visto días mejores, corbata de pajarita, y una cinta tricolor que le cruzaba diagonalmente el pecho, el que, con un sombrero de copa en la mano y sonriente, procedía a presentarse ante ellos y a darles “oficialmente” la bienvenida al campo de detención de Puchuncaví, que ese era el sitio al cual acababan de llegar, en su calidad de “Alcalde del lugar”.
Para quienes acababan de llegar, en su primera impresión, este era sin lugar a dudas un manicomio y el sujeto ya referido probablemente el loco mayor.
Sin embargo, esa primera impresión rápidamente era borrada para dar paso a otra donde los recién llegados comenzaban a comprender que la capacidad de sobreponernos, de ser capaces de reírnos de nuestras propias desventuras, y vernos como personajes de una tragicomedia, era también una forma de resistencia cultural y una manera de preservar y de mantener nuestro amenazado equilibrio psicológico.
El “Sr. Alcalde” ya descrito, no era otro que Oscar Castro Ramírez, director y creador del Teatro Aleph, incendiado y destruido por la dictadura, quien había sido detenido por la DINA poco más de un año antes conjuntamente con su hermana y a quien, también poco más de un año antes, le habían hecho desaparecer a su madre y a su cuñado en la Villa Grimaldi.
Oscar no sólo fue el “Alcalde” de los campos de detención de Ritoque y de Puchuncaví, sino que también el inolvidable compañero que lejos de derrumbarse ante la adversidad, la crueldad, el crimen, la mentira, y la injusticia, hizo uso de su arte para crear obras teatrales, dentro de los campos de detención de Pinochet, que fueron importantísimas para mantener el sentido de identidad, autoestima, y humor negro, que fueron esenciales para la normalidad psicológica de quienes tenían como única certeza diaria la falta de certeza futura.
“Casimiro Peñafleta, preso político” no sólo entretuvo y deleitó a su “audiencia cautiva” en Ritoque y en Puchuncaví, sino que también lo hizo con innumerables audiencias en diversos lugares alrededor del mundo, cuando Oscar fue obligado al exilio y recreó y reconstruyó el Teatro Aleph en París. Su experiencia de exilio la vertió en otra obra genial, “El exiliado Mateluna”, que narra las vicisitudes, penas, esperanzas, y ocasionales alegrías de quienes fuimos forzados a abandonar Chile, pero que perfectamente pueden ser aplicables a todo exiliado sea este del país que sea. “Érase una vez un Rey” es, en mi opinión, quizás la obra máxima de Oscar, una comedia que transparenta y desnuda las fortalezas y las debilidades de nuestra común condición humana y que podría suceder en cualquier lugar del mundo..
No sólo los ex prisioneros políticos de Ritoque y de Puchuncaví tenemos una enorme deuda de gratitud con “nuestro Alcalde” de esa época, sino que todos los chilenos tenemos una deuda con Oscar Castro, quien nos ha entregado lo mejor que un ser humano puede entregar, su inteligencia, su capacidad creadora, su amor por el teatro y por Chile, y su compromiso con la construcción de un mundo mejor. Por ello el Ministerio de Cultura de Francia le ha otorgado la distinción de “Caballero de las Artes y de las Letras”. Para mí es un honor sumarme a las voces que dan la bienvenida al regreso a Chile del Teatro Aleph, teatro que aunque funcionó en París por los últimos 36 años, realmente nunca abandonó Chile."
Pedro Alejandro Matta Lemoine.
Ex prisionero político de la dictadura, conjuntamente con Oscar Castro, en los campos de detención de Ritoque y de Puchuncaví.
Enero de 2013.
(del blog del Teatro Aleph en Chile).
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